Cuando el mundo dio la bienvenida a la nueva década en medio de la alegría y los fuegos artificiales el pasado 1 de enero, nadie se podía imaginar lo que nos iba a deparar el 2020.
En los últimos 12 meses, el nuevo coronavirus ha paralizado las economías, devastado comunidades y confinado a cerca de 4.000 millones de personas en sus casas. Ha sido un año que cambió el mundo, como ningún otro en al menos una generación, posiblemente desde la Segunda Guerra Mundial.
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Más de 1,7 millones de personas han muerto. Casi 80 millones han contraído oficialmente el virus, aunque el número real es sin duda muy superior. Muchos niños se han quedado huérfanos, las familias se han visto desgarradas y la enfermedad ha sido más fuerte que miles y miles de personas de edad avanzada, que en muchos casos han fallecido en total soledad porque las visitas estaban prohibidas por el riesgo que representaban.
En todo el mundo, los encuentros familiares propios de las fiestas de Navidad se han visto frustrados por las restricciones de movimiento o las reglas sanitarias, debidos además a la aparición de una nueva cepa del virus en el Reino Unido, que parece ser más contagiosa.
“Esta pandemia es una experiencia única en la vida de todos los habitantes actuales de la Tierra”, dice Sten Vermund, epidemiólogo y decano de la Escuela de Salud Pública de Yale. “Prácticamente nadie se ha librado.”
Pero el COVID-19 no es la pandemia más letal de la historia. La peste negra se llevó por delante en el siglo XIV a un cuarto de la población mundial, al menos 50 millones de personas murieron por la mal llamada gripe española en 1918-19 y 33 millones de personas han fallecido debido al sida.
Pero para contraer este coronavirus basta algo tan simple como respirar en el lugar equivocado en el momento equivocado.
“Estuve en las puertas del infierno y volví”, dice Wan Chunhui, un superviviente chino de 44 años que pasó 17 días en el hospital. “Vi con mis propios ojos cómo otros no consiguieron superarlo y murieron, lo que me impactó terriblemente”.
Nadie podía imaginar la magnitud del desastre mundial cuando el 31 de diciembre China avisó a la Organización Mundial de la Salud (OMS) de 27 casos de “una neumonía viral de origen desconocido” que desconcertó a los médicos en la ciudad de Wuhan.
Primer caso en Wuhan
El día siguiente, las autoridades cerraron el mercado de animales de Wuhan inicialmente relacionado con el brote. El 7 de enero, las autoridades chinas anunciaron que habían identificado el nuevo virus, al que llamaron 2019-nCoV. El 11 de enero, China anunció la primera muerte en Wuhan. En unos días, surgieron casos en Asia, Francia y Estados Unidos.
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A finales de enero, los países comenzaron a repatriar a sus conciudadanos de China. Las fronteras del mundo empezaron a cerrarse y más de 50 millones de personas que vivían en la provincia de Hubei, de la que Wuhan es capital, fueron puestos en cuarentena.
Las imágenes de la AFP de un hombre muerto en plena calle, con mascarilla y una bolsa de plástico en la mano, se convirtieron en la expresión del miedo, aunque nunca se pudiera confirmar oficialmente la causa de la muerte de esta persona.
Igual sucedió con el crucero “Diamond Princess”, atracado frente a las costas de Japón, en el que más de 700 personas se infectaron con el virus y 13 murieron.
Mientras el horror se tornaba mundial, empezaba la carrera por la vacuna. Un pequeño laboratorio de biotecnología alemán, llamado BioNTech, dejó de lado sus investigaciones contra el cáncer para empezar otro proyecto. ¿Su nombre? “Velocidad de la luz”.
El 11 de febrero, la OMS le dio a la enfermedad el nombre de COVID-19. Cuatro días después, Francia confirmó la primera muerte fuera de Asia. Europa miraba horrorizada cómo el norte de Italia se convertía en epicentro europeo del virus.
“Es peor que la guerra”, decía Orlando Gualdi, alcalde del pueblo lombardo de Vertova en marzo, donde 36 personas murieron en 25 días. “Era absurdo pensar que podría haber una pandemia en 2020.”
Primero Italia, después se confinaron España, Francia y Reino Unido. La OMS declaró al COVID-19 pandemia. Las fronteras estadounidenses, cerradas para China, también se cerraron para la mayoría de países de Europa. Por primera vez en tiempos de paz, los Juegos Olímpicos de verano se pospusieron.
Confinamiento
A mediados de abril, 3.900 millones de personas -la mitad de la población mundial- debían respetar algún tipo de confinamiento. De París a Nueva York, de Londres a Buenos Aires, las calles se llenaron un silencio roto a menudo por el sonido de las sirenas de las ambulancias, que recordaba que la muerte estaba al acecho.
Los científicos habían advertido durante décadas del riesgo de una pandemia mundial, pero casi nadie escuchó y ahora, todos, incluso los países más ricos, luchaban contra un enemigo invisible.
En una economía globalizada, las cadenas de suministro pararon. Los consumidores, en pánico, vaciaban los supermercados.
La falta de inversión crónica en salud quedó de manifiesto de una manera flagrante, ante las dificultades de los hospitales para hacer frente a la avalancha de enfermos y el colapso de sus servicios de cuidados intensivos.
El personal sanitario, a menudo mal pagado y con cargas de trabajo brutales, libraba una batalla sin los equipos de protección necesarios.
“Me gradué en 1994 y los hospitales públicos ya estaban totalmente abandonados entonces”, decía en mayo una doctora en Bombay, en India. “¿Por qué hace falta una pandemia para despertar a la gente?”, se preguntaba.
En Nueva York, la ciudad con más multimillonarios del mundo, los médicos tenían que llevar bolsas de basura para protegerse. En Central Park se levantó un hospital de campaña y hubo fosas comunes en la isla de Hart, al este del Bronx.
“Parecía que vivíamos una película de terror”, decía Virgilio Neto, alcalde de la ciudad brasileña de Manaos, en Amazonia. “Hemos pasado de estado de emergencia al desastre total”, decía, mientras los cuerpos se apilaban en camiones frigoríficos a la espera de que las máquinas terminaran de excavar las fosas comunes.
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Los negocios cerraban sus puertas. Las escuelas y universidades también. Las competiciones deportivas se anularon. Los vuelos se suspendieron y el sector vive la peor crisis de su historia. Tiendas, bares restaurantes y hoteles también se vieron obligados a colgar el cartel de “cerrado”.
En España el confinamiento fue tan severo que los niños pasaron semanas sin poder salir de sus casas. La gente se vio de pronto atrapada en pequeños apartamentos durante semanas interminables.
Los que pudieron, trabajaron desde casa. Las videoconferencias reemplazaron a las reuniones, los viajes de trabajo y las celebraciones. Aquellos que no podían teletrabajar tuvieron que elegir entre correr riesgos o perder el empleo.
En mayo, la pandemia se había llevado por delante 20 millones puestos de trabajo en Estados Unidos. La recesión global podría llevar a 150 millones de personas a la extrema pobreza para 2021, ha advertido el Banco Mundial.
Violencia y recesión
Las desigualdades, que han crecido en los últimos años, quedaron expuestas como nunca antes. Hemos dejado dar besos, abrazos y apretones de manos. Los contactos humanos se realizan ahora detrás de pantallas transparentes y mascarillas.
La violencia doméstica se disparó al igual que los problemas de salud mental. Mientras quienes tenían la posibilidad y los medios financieros pasaron el confinamiento en sus confortables residencias en el campo o la playa, el estrés se disparaba en los muchos que quedaron atrapados en las ciudades y la rabia salió a las calles. Los gobiernos mostraron a menudo su impotencia ante esta crisis tan inesperada como gigantesca.
Estados Unidos, que carece de sistema universal de salud, rápidamente se convirtió en el país más golpeado por la pandemia. Más de 330.000 personas han muerto hasta finales de diciembre, pero el presidente Donald Trump minimizó a menudo la amenaza y defendió tratamientos cuestionables como la hidroxicloroquina o incluso llegó a sugerir las bondades de inyectarse desinfectante.
En mayo, lanzó la Operación Velocidad de la Luz por la que el gobierno estadounidense dedicó 11.000 millones de dólares para desarrollar una vacuna contra el COVID-19 para finales de año. Trump lo presentó como el mayor proyecto estadounidense desde la creación de la bomba atómica en la Segunda Guerra Mundial.
Pero los ricos no pueden comprar su inmunidad y en octubre, Trump contrajo el COVID-19, igual que el presidente brasileño, Jair Bolsonaro, en julio. Al otro lado del mar, el primer ministro británico Boris Johnson pasó tres días en cuidados intensivos en abril.
A la lista de personajes conocidos que contrajeron el virus se suman Tom Hanks y su esposa, el futbolista Cristiano Ronaldo, el número uno del tenis mundial Novak Djokovic, Madonna, el príncipe Carlos o el príncipe Alberto de Mónaco, entre otros.
La vacuna para el 2021
A punto de terminar el año, las primeras vacunas han llegado. Demasiado tarde, sin embargo, para salvar a Trump de su derrota frente a Joe Biden en noviembre.
El gigante estadounidense Pzifer, asociado a BioNTech, anunció que había logrado una vacuna “eficaz en un 90%”. El mercado se agita y los gobiernos se precipitan para garantizar varios millones de dosis para sus ciudadanos. Una semana más tarde, el laboratorio estadounidense Moderna anuncia que su vacuna es eficaz en “un 95%”.
Los gobiernos se preparan para vacunar a millones de personas, empezando por los mayores, el personal sanitario y los más vulnerables antes de realizar campañas masivas que parecen ser la única manera de recuperar la normalidad.
En diciembre, Reino Unido se convirtió en el primer país occidental que autorizó la vacuna desarrollada por BioNTech y Pfizer. Rusia y China ya habían iniciado campañas de vacunación con sus propias vacunas.
Estados Unidos le imita días después y la Unión Europea inicia su vacunación el 27 de diciembre.
Los países ricos se han asegurado millones de dosis para sus poblaciones y en 2021 se vivirá probablemente una carrera mundial por las vacunas, en la que China y Rusia intentarán ganar mercado e influencia con las suyas, más baratas, especialmente en América Latina y África.
Es difícil aún calcular las consecuencias de esta pandemia. Algunos expertos advierten que llevará años generar inmunidad de rebaño mediante la vacunación masiva. Otros predicen que se podrá recuperar la normalidad a mediados del próximo año.
Para muchos, la pandemia ha cambiado la imagen que se tenía del teletrabajo. Si trabajar a distancia se ha convertido en algo normal, ¿qué ocurrirá con los edificios de oficinas en muchas ciudades? ¿Es posible que los centros urbanos se vacíen cuando la gente no tenga que ir físicamente al trabajo cada día y emigre en busca de una calidad de vida mejor, lejos de los hacinamientos en el transporte público y de los espacios reducidos?
Otros vaticinan que el miedo a las grandes concentraciones de gente podría tener profundas consecuencias, en particular en el turismo y los viajes, el ocio o los acontecimientos deportivos.
También preocupa el impacto en las libertades. El centro de reflexión Freedom House advierte que la democracia y los derechos humanos se han deteriorado en 80 países ya que muchos gobiernos han abusado de su poder con el argumento de controlar el virus.
“Creo que va a haber profundos cambios en nuestra sociedad”, predice Sten Vermund, de Yale.
A la economía mundial también le aguardan momentos difíciles. El FMI ha advertido de que la recesión será peor que la que vino tras la crisis financiera en 2008. Pero para muchos, la pandemia anuncia una catástrofe mucho más duradera y devastadora.
“El COVID-19 ha sido una gran ola que nos ha golpeado y detrás está el tsunami del cambio climático y el calentamiento del planeta”, dice el astrobiológo Lewis Dartnell, autor del libro “Abrir en caso de apocalipsis”, una obra sobre cómo recuperarse de una catástrofe mundial y sobre la resistencia humana.
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