Es el título de una película australiana estrenada en 1982. El año que vivimos en peligro, dirigida por Peter Weir, tuvo como protagonistas a Mel Gibson y Sigourney Weaver. Linda Hunt obtuvo un Oscar a mejor actriz de reparto.
Una convulsionada Indonesia, luego de la caída del presidente Sukarno en 1965, caminaba por la cuerda floja sobre un régimen comunista de un lado y una dictadura militar del otro.
Una pena que una película que se producirá sobre lo ocurrido en 2020 no pueda llevar el mismo título sin levantar reacciones de dudosa originalidad. Y es que quizás ningún año de la historia reciente de la humanidad tenga tanto mérito para llevarse ese título.
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Nunca un mismo peligro fue tan universal, tan común ni tan presente. Nunca generó tanto miedo cruzarnos con alguien por la calle con una mascarilla simbolizando que vivimos en una distopía. Nunca escuchar que tocan a la puerta de nuestra casa a dejar un periódico, hacer un delivery o dejar una correspondencia generó la sensación de que seríamos invadidos por un villano invisible. Nunca las páginas de defunciones o las noticias se llenaron en tan poco tiempo de nombres de personas conocidas.
El peligro genera miedo, y el miedo, el deseo de ser protegido.
¿A quién pedimos protección? Cuando ocurre una calamidad, el periodista que llega a captar la primicia de la desgracia recoge siempre de las víctimas la misma declaración, una y otra vez: “Pido a las autoridades que nos ayuden”.
Y una y otra vez las autoridades (es decir, el Estado) nunca llegan. Sea por corrupción con recursos destinados a atender la desgracia, ineficiencias absurdas, incapacidad de reacción, abuso o insensibilidad, las autoridades nos dan en la cabeza con su pasividad indolente. Nunca entiendo por qué seguimos confiando.
Pero las autoridades sí aprovechan la oportunidad para quitarnos nuestros derechos y libertades. Parafraseando a Séneca, el que teme se vuelve fácilmente esclavo. Aceptamos que nos quiten lo que tenemos a cambio de una ficticia protección. Con declaraciones de emergencia, con el aprovechamiento del pánico para quitarnos nuestras libertades económicas con leyes estúpidas que son fiel reflejo del criterio de quienes las aprueban, vamos aceptando como natural lo que debería ser excepcional. Y la excepción se queda como regla.
El miedo generado por el atentado de las Torres Gemelas del 11 de setiembre redujo brutalmente las libertades civiles en los EE.UU. y en parte explica la llegada de alguien como Trump a la presidencia. No quiero ni imaginar lo que el miedo a la pandemia está generando en las democracias de todo el mundo, incluido el Perú.
¿Y todo a cambio de qué? De la más completa ineptitud. Nada generaría más consenso que contar con vacunas. ¿Qué hizo Vizcarra mientras se llenaba la boca de palabras vacías y se defendía de sus entuertos con Richard Swing o con las constructoras cuyas oficinas solía visitar muy suelto de huesos? Nada. ¿Que hizo el Congreso para resolver el problema? Nada. Y mientras juegan al gran bonetón, yendo para atrás y para adelante, cuando debemos ir a la playa o encerrarnos en cuarentenas, nos traicionan de nuevo. Y muy orondos, nos condenan a que vivamos otro año más en peligro.
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