Hay rituales que se producen cada cierto tiempo, como, por ejemplo, las elecciones. Dentro de los sistemas democráticos y las sociedades que se rigen por el imperio de la ley, se trata de competencias dirimidas por el voto popular, aunque hay variantes y matices. Presidencialismos, parlamentarismos, por ejemplo.
Pero en todos los casos, aun en circunstancias que salen de lo común, existen periodos en los que se reprimen las ambiciones o, por lo menos, las energías confrontacionales están invertidas en el mediano plazo o se canalizan en procedimientos de baja intensidad. En el Perú, hace ya casi cinco años, vivimos una suerte de final ininterrumpida, de todo o nada permanente, de cancelación de la espera y la preparación paciente. Todos pueden, en cualquier momento, casi de cualquier manera, llegar a la cima donde permanecen tiempos variables pero insuficientes para gobernar, construir, administrar.
La psicología de la lucha por el poder no es la misma que la de su ejercicio con fines de lograr grados satisfactorios de bienestar común. Es evidente que ninguna desaparece completamente, pero cada una tiene sus momentos en los que la otra queda puesta entre paréntesis, de alguna manera a raya, a la espera de reactivarse cuando, legítimamente, le toca.
El ejercicio del poder para gobernar y la lucha por llegar al poder, que ponen en juego habilidades, protocolos, lógicas y presupuestos de energía individual y colectiva distintos, se han confundido en una mezcla perversa que pone en peligro la integridad colectiva y la posibilidad de un funcionamiento social e institucional democrático y predecible.
La mayoría de peruanos, independientemente de nuestras simpatías políticas, que luchamos todos los días por salir adelante, no merecemos eso.