A fines de 2019 un virus que comenzó a propagarse en la ciudad de Wuhan, en la provincia china de Hubei, cambió radicalmente la realidad en el planeta.
El COVID-19 al comienzo parecía que sería controlado con éxito por el régimen totalitario chino cuando se ordenó aislar totalmente a los 11 millones de habitantes de Wuhan. Pero sea por negligencia o cinismo, China siguió permitiendo que extranjeros viajaran a su país y nos colocó, definitivamente, en el momento más globalizado del siglo XXI. No hay persona en el mundo que no se vea afectada por esta pandemia que, a diferencia de las anteriores, se ha extendido a todos los territorios poblados del planeta. Como nunca experimentamos, en 2020, la globalización, porque a diferencia del acceso a información a gran escala, el desarrollo en tamaño y rapidez de medios de transportes y, sobre todo, de las comunicaciones, no ha habido una experiencia más universal que la realidad compartida por el coronavirus.
El COVID-19 globalizó el miedo, la incertidumbre, los fake news, las teorías de conspiración, protocolos para evitar el contagio, a la vez que ha revelado que en todos los países, hasta en los que tienen los mejores sistemas de salud, no estamos preparados para una pandemia de estas dimensiones. El COVID no distingue clase social ni razas, causas o ideologías. La pandemia actúa a favor de los gobiernos con tendencias autócratas que buscan control social y pone a prueba a las democracias.
Si aprendemos la lección, no podemos seguir comportándonos indiferentes a los acontecimientos que ocurren en otras partes del mundo por más distantes que estén, se trata de “enfermedades” biológicas, climáticas, políticas y sociales, porque a partir de 2020 todos compartimos la misma odisea como humanidad, que no distingue fronteras ni espacios.
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